Dr. Isaías Ramos
En apariencia, todos los pueblos anhelan la prosperidad. Todos los líderes —al menos en el discurso— prometen bienestar. Pero la historia demuestra que, cuando llega el momento de escoger entre la prosperidad colectiva o el poder absoluto, las élites gobernantes, casi sin excepción, eligen lo segundo.
La República Dominicana no ha sido la excepción; muy por el contrario, es un caso ejemplar de cómo una minoría organizada puede secuestrar la esperanza de desarrollo de un pueblo y convertir al Estado en un botín personal.
Desde 1996, con el inicio de un nuevo ciclo político tras la salida del balaguerismo, se nos vendió la ilusión de la modernidad institucional. Pero lo que realmente se instauró fue un modelo profundamente extractivista. No en el sentido clásico —no hablamos de minas ni petróleo—, sino de una estructura de poder diseñada para extraer recursos públicos, desviar voluntades y apropiarse del aparato estatal para beneficio exclusivo de una casta privilegiada: la partidocracia.
El ciclo que nos ha tocado vivir en estas últimas tres décadas, conducido por los herederos políticos de Bosch, Balaguer y Peña Gómez, no será recordado como una etapa de redención nacional, sino como un periodo donde la miseria moral, espiritual y económica se profundizó alarmantemente.
Mientras el pueblo esperaba el florecimiento de una democracia auténtica, lo que se consolidó fue una partidocracia depredadora, donde el clientelismo reemplazó la ideología, la propaganda suplantó la verdad y el saqueo sustituyó la justicia social.
Desde entonces emergió una nueva élite: políticos devenidos en jeques caribeños, ministros convertidos en emperadores del presupuesto y legisladores que viven como reyes tropicales en un país donde millones sobreviven entre carencias.
Esta clase ha hecho del lujo una cultura, del derroche una costumbre y del poder un patrimonio hereditario.
Helicópteros, vehículos de alta gama, villas en resorts exclusivos, relojes de millones mientras niños mueren por falta de incubadoras; campañas multimillonarias financiadas con el sudor del pueblo y fondos públicos transferidos sin pudor a cuentas privadas…
¿A cambio de qué?
De una nación sumida en el abandono social, la desesperanza y la descomposición institucional.
No es casual que, bajo este modelo, los problemas fundamentales no solo no se hayan resuelto, sino que se hayan agravado:
- La inseguridad ha penetrado hasta los rincones más remotos del país.
- La ignorancia y la perversión han sido institucionalizadas como política de Estado.
- La corrupción se ha normalizado como requisito de ascenso.
- La invasión extranjera descontrolada ha puesto en peligro nuestra soberanía.
- La desigualdad ha alcanzado niveles obscenos.
- Y la deuda externa ha hipotecado el futuro de generaciones aún no nacidas.
Entonces, ¿por qué, si pudieron gobernar para el desarrollo, eligieron empobrecer al país?
El economista Joseph Schumpeter lo explicó con claridad: el verdadero desarrollo exige destrucción creativa, es decir, sustituir lo viejo por lo nuevo.
Pero ese proceso implica que quienes controlan el sistema pierdan privilegios. Gobernar para el pueblo habría significado desmontar redes de favores, regular contratos, limitar negocios turbios y abrir el poder a la ciudadanía.
En lugar de eso, optaron por secuestrar las instituciones y blindar sus privilegios.
No fue incapacidad. Fue una elección deliberada.
Hace apenas unas horas, mientras visitaba la Cámara de Diputados, viví un momento que resume esta tragedia institucional.
Al esperar el ascensor, me detuve frente a un cuadro imponente. Pregunté por su origen y un acompañante me respondió: “Ese cuadro lleva años ahí… costó unos 4 o 5 millones de pesos.” Sentí una profunda indignación.
Pensé en las familias sin agua potable, sin sistema de alcantarillado, entre apagones y abandono.
¿Cómo es posible que en un país con necesidades tan urgentes, el dinero del pueblo se gaste en adornar pasillos con obras millonarias mientras en los barrios falta lo esencial?
Esa escena fue un retrato cruel del modelo que nos gobierna: lujo para el poder, carencia para el pueblo. Una democracia decorada por fuera, pero vaciada por dentro.
Frente a este panorama, el único camino hacia la prosperidad no es un cambio de partido: es un cambio de sistema.
Solo mediante la instauración real —no simbólica— del Estado Social y Democrático de Derecho, como consagra nuestra Constitución, podremos desmontar esta arquitectura de exclusión y sustituirla por instituciones inclusivas donde el poder se limite, los derechos se garanticen y la riqueza se distribuya con justicia.
Desde el Frente Cívico y Social no descansaremos hasta liberar las instituciones del secuestro en que se encuentran. Las candidaturas independientes deben convertirse en la herramienta democrática para romper el círculo vicioso del atraso y abrir paso al círculo virtuoso del orden, la justicia y la igualdad de oportunidades.
Por una República digna. Por una democracia real.
¿Hasta cuándo seguiremos permitiendo que nos la roben?
¡Despierta, RD!