Marino Beriguete
El Partido de la Liberación Dominicana (PLD) está ante una disyuntiva definitiva: renovarse o desaparecer.
No es un dilema nuevo en política, pero sí uno que, cuando se ignora, cobra caro. El PLD, que alguna vez fue sinónimo de organización, disciplina y visión estratégica, se convirtió en su propio enemigo. La historia reciente lo ha dejado claro: ningún partido sobrevive solo con recuerdos.
En sus orígenes, el PLD no fue simplemente una sigla; fue un proyecto. Juan Bosch no fundó un partido, fundó una escuela. Creó una generación de dirigentes obsesionados con la ética, con la educación política, con la idea de que el poder era un medio, no un fin. El PLD era una vanguardia, no una comparsa electoral. Pero el tiempo, el poder y la tentación destruyen hasta las mejores intenciones cuando no hay resistencia interna.
Y resistencias hubo, pero fueron silenciadas. El partido se fue vaciando por dentro mientras por fuera parecía más fuerte que nunca. Ganaba elecciones, llenaba plazas, nombraba funcionarios como quien reparte botín en tierra conquistada. Pero ya no formaba cuadros, ya no debatía ideas, ya no educaba.
Se convirtió en una maquinaria electoral sin alma. El clientelismo reemplazó al compromiso. El dinero del Estado reemplazó al discurso.
La decadencia no fue súbita. Como sucede con las enfermedades crónicas, sus síntomas aparecieron lentamente. Un escándalo de corrupción aquí, un contrato dudoso allá. Y mientras tanto, la cúpula insistía en hablar de logros, de obras, de estabilidad. Como si la estabilidad justificara el saqueo. Como si el desarrollo económico validara el secuestro institucional.
Pero la gente no es tonta, y cuando llegó la hora de votar, votó con rabia. Votó con memoria. Y le quitó el poder.
¿Puede el PLD recuperarlo? Tal vez. Pero no como está. No con los mismos rostros, los mismos discursos, las mismas actitudes. Para volver a conectar con la sociedad, necesita un acto radical de honestidad: reconocer que se equivocó. Que abandonó sus principios. Que perdió el rumbo. Y que está dispuesto a cambiar, no por cálculo, sino por convicción. Porque el electorado ya no perdona las simulaciones.
Un primer paso sería dejar de hablar del pasado como si eso bastara. Nadie vota por lo que hiciste hace diez años. La política es presente, es narrativa viva. El PLD necesita contar una nueva historia. Una que no esté protagonizada por quienes simbolizan la derrota y la desconfianza. Gonzalo Castillo no es ese relato. Fue un producto de la arrogancia del poder. Funciona como delfín en aguas tranquilas, no como líder en medio del naufragio.
Si hay una figura capaz de ofrecer ese relato nuevo, ese es Francisco Javier García. Conoce el partido, pero no está marcado por el mismo desprestigio. Tiene oficio, pero no carga con la soberbia de los caudillos modernos. Y sobre todo, puede hablarle a un país que ya no quiere más promesas vacías, sino liderazgo real.
Pero para que eso ocurra, el PLD necesita algo que no tiene ahora: valentía. Valentía para desplazar a su actual presidente, que monopoliza la narrativa con frases que no convencen ni a sus propios seguidores.
Valentía para que el secretario general se atreva a silenciarlo. Valentía para abrir paso a una generación que no tenga miedo de decir la verdad: que el partido falló, pero que puede corregir.
El PLD no está muerto, pero está moribundo. Y en política, el olvido es más cruel que la derrota. La única salvación posible no es ganar elecciones: es volver a ser creíble. Y eso, por ahora, está en duda.