Author
Antonio Ledezma
✏️ Editorial
No hay fuerza más poderosa que la fe de un pueblo que se niega a claudicar. Los venezolanos lo sabemos bien. En medio de la oscuridad que ha pretendido cubrir nuestra tierra, esa fe inagotable ha sido el combustible espiritual que ha mantenido encendida la llama de la esperanza, a pesar del pesimismo que un poder violador de los derechos humanos ha querido imponer.
Hoy, esa fe se multiplica y se hace más fuerte con la canonización de dos de nuestros más grandes referentes: José Gregorio Hernández y Carmen Rendiles.
Desde mi infancia en San Juan de los Morros, en mi modesta casa de la avenida Miranda, la imagen del “médico del pueblo” nunca faltó en nuestro altar.
Mi madre, con un presupuesto ajustado, siempre encontraba cómo comprar las velitas que alumbraban su figura. Aquel retrato de José Gregorio, con su sombrero negro y su mirada serena, parecía escuchar nuestras plegarias.
Era, y sigue siendo, un símbolo de ternura, humildad y consuelo en los momentos más difíciles.
El camino hacia su santificación no fue sencillo. Fue el fruto de una devoción popular que, durante décadas, resistió el olvido y los prejuicios. Como recordó el cardenal Baltazar Porras, fue el clamor de un pueblo entero lo que abrió las puertas del Vaticano.
Por eso, cuando hoy, 19 de octubre de 2025, en la Plaza de San Pedro, se proclame oficialmente su canonización junto a la de la Madre Carmen Rendiles, Venezuela entera se se pondrá de pie.
Porque no son solo santos de altar: son emblemas de la resistencia moral. En un país donde la dignidad ha sido pisoteada, sus historias nos recuerdan que la santidad florece incluso en las circunstancias más adversas.
José Gregorio fue el médico que curaba sin cobrar, que socorría al pobre antes que al poderoso, que veía en el sufrimiento humano un deber moral.
La Madre Carmen, aquella mujer consagrada que, aun privada del brazo derecho, nunca dejó de amar, de enseñar ni de servir. Ambos encarnan el espíritu de servicio y entrega silenciosa que tanto necesitamos recuperar.
Nos enseñan que la fe no es resignación: es acción sostenida por la esperanza. Es, en su forma más pura, una rebelión contra la injusticia.
Por eso, esta canonización llega en un momento simbólicamente poderoso.
En medio de la represión, el exilio, la censura y el dolor de las familias separadas, el pueblo venezolano recibe este signo del cielo como una confirmación: no estamos solos. Así como José Gregorio acompañó al enfermo en su cama y la Madre Carmen al necesitado en su soledad, hoy su santidad ampara a una nación que lucha por curarse de las heridas del abuso y del atropello.
Pero esta fe no se queda en los templos. Se encarna en la lucha diaria de millones de venezolanos que no se rinden: en los maestros que siguen enseñando con hambre, en las madres que oran por sus hijos presos injustamente, en los jóvenes que cruzan fronteras con la esperanza de regresar a una patria libre.
Esa misma fe inspira también a quienes, desde la política, han hecho de la verdad y la justicia su misión de vida.
Por eso, al celebrar esta canonización, también celebramos el justo reconocimiento a María Corina Machado, recientemente distinguida con el Premio Nobel de la Paz.
Su lucha cívica y moral representa la misma fibra espiritual que animó a José Gregorio y a la Madre Carmen: la fe activa que cura, que sirve y que resiste el mal desde el bien.
La fe venezolana no se arrodilla ante la injusticia. Al contrario: la enfrenta con serenidad, con amor, con esperanza. Por eso afirmo que no habrá canonización completa mientras existan presos políticos, mientras haya venezolanos perseguidos por pensar distinto, mientras el miedo siga siendo instrumento de poder.
Que esta celebración religiosa sea también un llamado a la conversión política de quienes gobiernan sin alma.
Los santos que hoy celebramos nos recuerdan que la grandeza humana consiste en servir, no en dominar. Que la verdadera autoridad se gana con el ejemplo, no con la imposición. Que la fe no es un refugio para los cobardes, sino una fuerza para los valientes.
Sueño con el día en que los templos de Venezuela vuelvan a llenarse de familias unidas, no para rezar por los desaparecidos, sino para agradecer por los que han vuelto.
Sueño con las campanas repicando, no por la misa de difuntos, sino por la celebración de la libertad. Sueño con ver a los presos políticos caminar libres hacia sus hogares, con la cabeza en alto y el corazón limpio, abrazando a sus madres como símbolo de victoria moral sobre la barbarie.
Esa será la verdadera canonización del alma venezolana: cuando logremos transformar la fe en libertad, y la devoción en justicia. Ese será el milagro que sellará la redención de nuestra patria.
Porque la fe que nos une a nuestros santos es la misma que nos guiará hacia la libertad de Venezuela.
¡Canonización sin presos políticos, santos por la libertad!