Autor Antonio Ledezma
El Premio Nobel de la Paz 2025 ha fortalecido en Venezuela algo que durante años estuvo a oscuras: el derecho a la esperanza.
Al reconocer a María Corina Machado, la comunidad internacional honra no solo la valentía de una mujer, sino la dignidad de un pueblo entero que ha resistido sin descanso la opresión de un poder que quiso borrar su voz.
En el espíritu del testamento de Alfred Nobel, este galardón distingue a quien “durante el año precedente haya conferido el mayor beneficio a la humanidad”. María Corina lo hizo cuando, pese a haber sido inhabilitada, escogió el camino de la unidad y de la civilidad, respaldando a Edmundo González y evitando que el país se precipitara en la violencia.
Ese gesto, sereno y firme, dio ejemplo de lo que significa servir a la causa democrática sin buscar poder personal. María Corina ha tenido siempre muy claro que mientras Maduro usurpe el poder no habrá paz en Venezuela. La salida de esa dictadura es el camino hacia la paz.
Este Nobel no se encierra en la biografía de una sola persona. Es el reflejo de la lucha colectiva del pueblo venezolano, que ha sabido resistir con decencia la humillación, la pobreza, el exilio y el miedo.
Es un homenaje a los maestros que siguen enseñando sin salario, a los médicos que curan sin recursos, a las madres que se aferran a la vida en medio de la escasez, a los jóvenes que marchan sabiendo el riesgo que corren al gritar libertad.
El premio también interpela a quienes guardaron silencio frente a la catástrofe venezolana. Durante años, buena parte del mundo progresista prefirió mirar hacia otro lado mientras un proyecto político destruía la institucionalidad y la convivencia en nombre de la justicia social.
Hoy, la decisión del Comité Nobel devuelve claridad moral: la paz solo puede sostenerse sobre la verdad, y la justicia no puede florecer donde se persigue al disidente.
María Corina ha encarnado esa verdad durante más de dos décadas. Fue perseguida por denunciar los abusos de Hugo Chávez cuando muchos aún lo aplaudían; fue acusada de traición por defender un referéndum; fue inhabilitada por ganar unas primarias; y hoy, desde la clandestinidad, continúa liderando con una convicción que solo nace del amor a la libertad.
Su voz, tantas veces silenciada, vuelve a escucharse en el mundo como la de una nación que se niega a morir.
Este reconocimiento no cambia de inmediato la vida de los venezolanos. No libera a los presos políticos ni abre las fronteras del retorno a los exiliados. Pero sí transforma algo esencial: la percepción global de lo que ocurre en Venezuela.
Lo que hasta ayer se describía como un conflicto interno, hoy se entiende como una causa universal de derechos humanos y defensa de la democracia.
Los Premios Nobel de la Paz no son varitas mágicas, pero funcionan como bastones morales. Amplifican voces, abren puertas y obligan a mirar donde antes había indiferencia. Este premio multiplica la visibilidad de la causa venezolana, refuerza la legitimidad de su liderazgo democrático y compromete a los gobiernos libres del mundo con una verdad que ya no se puede negar.
Cada venezolano debería sentirse parte de este reconocimiento. Detrás de esa medalla está el sacrificio de quienes han resistido en silencio. Lo que hoy se celebra es la perseverancia de una sociedad que, aun golpeada, no ha perdido la fe en sí misma.
Ahora que el nombre de Venezuela vuelve a pronunciarse con respeto en los foros internacionales, debemos estar a la altura de esa mirada. La tarea que se abre no es solo alcanzar un cambio político, sino reconstruir la cultura democrática: reconciliar al país, recuperar las instituciones, devolver sentido a la palabra justicia y afirmar la dignidad como fundamento de la vida pública.
La paz no se decreta. Se conquista con perseverancia, con verdad y con fe. María Corina Machado nos ha recordado que la firmeza puede ser también una forma de ternura, que la política es un servicio y que el liderazgo verdadero se mide por la coherencia.
Por eso este Nobel pertenece a todos. Porque confirma que la causa venezolana no está sola. Porque reconoce la fuerza de quienes no han cedido al miedo.
Y porque marca el comienzo de una nueva etapa: la de transformar este respaldo moral en una fuerza organizada, decidida y coherente, capaz de reconstruir la República y devolverle a Venezuela su destino de libertad.