Jacobo por dentro y por fueraSeptiembre 30, 2025



Por Rafael Céspedes Morillo

Me tomó de la mano y, compungido, me dijo: “Estoy cogido, pero con Dios yo regreso. No me dejes caer el partido, haz lo que sea, que yo respondo al regresar”.

Ni siquiera me había dado cuenta de que el gran cenicero no estaba allí, que no había ningún cigarrillo encendido. Solo lo noté cuando fui a encender uno y, sin decir palabra, él evitó que lo hiciera.

No recuerdo cuánto tiempo pasó hasta que dije algo, pero emocionalmente desaparecí de allí. Volé por las nubes, y fue él quien me trajo de regreso con un apretón en mi mano, que aún tenía entre las suyas, para decir: —Debemos ver cómo vamos a manejar la situación. No quiero decirlo públicamente, no quiero que me vean con pena.

Vimos varias opciones, y una de ellas fue la decidida. Esa tarde haríamos una rueda de prensa en el partido y anunciaríamos un viaje para chequeos médicos, que se mezclarían con temas políticos, y que en unas dos semanas estaríamos de regreso para continuar los trabajos internos en el partido, porque entonces estábamos en medio de la convención interna.

Yo era de los pocos que no se colocaba para salir en fotos. Por el contrario, tenía al equipo de filmación prohibido sacarme. Solo si era imposible evitarlo, lo hacían, y en la mayoría de los casos esas fotos eran rechazadas por mí.

A pesar de que, como director de comunicación, yo dirigía las ruedas de prensa y los contactos con los medios, nunca me sentaba en la mesa; lo hacía de pie. Pero ese día, instruí a quien me asistía que me colocara en la mesa al lado de Jacobo. Le di el orden en que debían estar los cinco que se sentarían en la mesa ese día.

Es por eso por lo que logré tener una foto con Jacobo, la única, porque pensé: “Esta puede ser la última vez que haya un fotógrafo frente a Jacobo, y me quedaré sin una foto con él, por lo menos como recuerdo”. Es por eso por lo que aparezco en las fotos y filmaciones de ese día, al lado de Jacobo.

La salida ya estaba preparada para la mañana siguiente. Muy pocos sabían la realidad, no más de cuatro personas. Sé de mí, además, William Jana, Juan Arturo, Bambi Lugo y el Dr. Peña Gómez, y claro, algunos de los familiares.

Jacobo fue internado con un apodo, por razones de seguridad. En el hospital donde lo trataban no sabían en verdad quién era. Hubo un tiempo en que el tratamiento se hacía de forma ambulatoria; rentaron una casa cerca del hospital y allí pasaron unos tres meses, más o menos.

Una noche se puso muy mal y su esposa lo trasladó al hospital. No querían internarlo, y fue entonces cuando ella declaró quién era el paciente. Llamaron al director del hospital y este al FBI. Acordonaron el hospital a partir de ahí. En el sector donde lo colocaron no se podía pasar sin un registro minucioso.

Nos asignaron un salón con ciertas comodidades, y ya la familia podía permanecer en el hospital en ese salón, con equipos, muebles y servicios. Establecimos un mecanismo de comunicación entre el hospital y yo, y entonces regresé, y comencé a dar un informe diario sobre la evolución del paciente, a partir de los datos que me transmitía directamente el hospital. Solo el último informe —aunque, como los anteriores, redactado por mí, pero con el visto bueno del hospital— fue aquel desgraciado mensaje anunciando el fallecimiento.

Recibí la noticia alrededor de las nueve de la noche. Se convocó a la Comisión Política y, cotejado con la familia directa —entiéndase, esposa e hija—, se decidió traer el cadáver en un avión privado.

Preparamos el recibimiento del entonces difunto, no el que se había discutido con Peña, de que Jacobo sería recibido por él en aquel puente y allí se anunciaría el acuerdo político entre ellos.

El borrador hecho a mano por Jacobo aún lo guardo como tesoro para la historia, por si llegase a necesitarse.

Peña me llamó para pedir que lo dejaran hablar en el entierro. Le pedí unas dos horas, porque esa decisión tenía que ser de la viuda.

Hablé con ella, me preguntó qué creía yo, y opiné que era válido dejarlo hablar, toda vez que ellos habían sellado o retomado la amistad que siempre se profesaron.

Hubo un escarceo por parte de un familiar que no tuvo eco, y Peña habló en el entierro de Jacobo, en un ambiente donde mi esposa soltaba a volar doce palomas, algunas de las cuales regresaron a la tumba para posarse sobre el techo, donde se podía leer: JACOBO MAJLUTA AZAR

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