Marino Beriguete
En estos días en que se aproxima el fallo del Premio Nacional de Literatura, conviene recordar que no hay honor más alto que el que nace del mérito, ni degradación más triste que la que se disfraza de consenso.
Los premios, cuando son verdaderos, encarnan una forma de justicia: la que reconoce en la palabra escrita un esfuerzo intelectual, una disciplina estética y una huella espiritual en la cultura. Pero cuando el voto se contamina de cabildeo, de simpatías personales o de cuotas institucionales, el galardón deja de ser un reconocimiento para convertirse en un trámite.
El jurado del Premio Nacional de Literatura está compuesto por representantes de universidades, del Ministerio de Cultura, la Academia Dominicana de la Lengua y la Fundación Corripio. Hasta aquí, la estructura parece sensata. Pero el espíritu de un premio no se define por su reglamento, sino por la integridad de quienes lo ejercen. Por eso, es urgente recordar a las universidades que su voto no puede responder a intereses de grupo ni a compromisos políticos.
Las universidades deben votar por la calidad literaria, por la obra que ensancha el idioma, que renueva la sensibilidad, que deja una marca en el espíritu de los lectores. No por el nombre más popular, ni por el escritor que tiene más padrinos, ni por el que ha sabido moverse mejor entre los pasillos del poder cultural.
El Ministerio de Cultura, por su parte, debería revisar su papel en este proceso. El voto no puede ser un simple acto administrativo. Si de verdad aspira a fortalecer la cultura, su voto debe representar un criterio estético, un juicio técnico, una valoración del aporte real del autor a la literatura.
No se trata de apoyar a quien convenga, sino a quien engrandezca la lengua y la memoria del país. La cultura no es propaganda, ni puede ser manejada con la lógica políticas.
Lo mismo cabe decir de la Academia Dominicana de la Lengua. Su voto, más que un gesto formal, debería ser una defensa del idioma. La Academia no está ahí para agradar a nadie, sino para custodiar el lenguaje con el que pensamos, amamos y escribimos.
Que su voto sea, entonces, un homenaje al rigor, al estilo, a la claridad del pensamiento expresado en palabras justas.
Y finalmente, está la Fundación Corripio, que ha sido décadas la garante del premio. En un país donde tantas instituciones se degradan por la improvisación o la conveniencia, la Fundación Corripio ha mantenido un respeto inusual por la continuidad y el prestigio cultural. Ese legado, que don Pepín Corripio deja a sus hijos, debe preservarse con celo. Porque el día en que este premio pierda su autoridad moral, la literatura dominicana perderá uno de sus pocos espacios de legitimidad.
Los premios literarios no son infalibles, pero pueden ser justos si quienes los otorgan tienen conciencia de que no votan por un amigo, sino por una obra. De ese voto depende no solo el nombre del galardonado, sino la credibilidad del país ante su propio idioma.
La historia no recordará los nombres de los jurados, pero sí recordará el valor o la miseria de sus decisiones. Por eso, este año, más que nunca, el Premio Nacional de Literatura debe ser un acto de justicia y no de conveniencia.
