El vivir políticamente clandestino



Marino Beriguete

Aveces me dan ganas de desaparecer. No en plan novela rusa, sino de verdad: irme de este país al carajo con una mochila, un libro y sin cobertura.

El poeta creador del surrealismo Bretón lo dijo mejor: “Pasar a la clandestinidad”. Yo lo pienso cada mañana, cuando abro el celular y me topo con la selva disfrazada de civilización. Redes, noticias, gente que opina como si hubiera premio al disparate más ruidoso.

Tengo amigos que me dicen que no lo haga, que no me rinda. Que esta sociedad siempre fue así, solo que antes el veneno venía con corbata. Que lo que vemos no es nuevo, solo más descarado. Como si el siglo XXI fuese una terapia de grupo donde todos vomitan sin pudor.

Y yo los escucho. Pero también veo. Veo cómo se aplaude al más cruel, cómo se confunde libertad con escupirle al otro. Veo cómo la palabra familia se convierte en un concepto antiguo, y la ética, esa señora tímida, sale a la calle solo para que le peguen. Veo cómo convertimos los medios en paredones digitales donde el que grita más fuerte tiene razón, y el que duda ya perdió.

Mi generación, con suerte o desgracia, es la última que recuerda cómo era vivir sin todo esto. Sin la obligación de opinar de todo, sin la guerra constante del like y la cancelación. Somos el puente entre lo que fuimos y este circo con redes en que se ha convertido la sociedad de quince segundos.

Y lo que viene no pinta bien. Viene con forma de monstruo de laboratorio, un Frankenstein con Wifi, que no cree en el amor, ni en la verdad, ni en nada que dure más de quince segundos. Y lo peor: lo aplaudimos. Le damos likes, lo hacemos viral, lo convertimos en modelo a seguir.

Yo no me he ido. Todavía no. Pero estoy practicando el silencio, afilando el cansancio, por si un día decido hacerle caso al poeta surrealista Bretón. No sería huir. Sería, tal vez, salvar algo. Aunque solo sea la cabeza.

Demuéstrenme que estoy equivocado…

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