Familia, “arbolito” que se apaga



Como civilización, hemos ido creando y construyendo, pero también destruyendo y trasformando; una real partida de ajedrez, donde cada movimiento trae consigo un sinfín de cambios y posibilidades. La familia ha sido parte de esas trasformaciones, y lamentablemente no todas para bien. Menos de 50 años, y lo que por milenios fue baluarte inexpugnable, acervo de nuestros valores, recipiente para fermento de lo más loable en nuestra personalidad, ha venido a ser trivializada y desacralizada tan impensablemente como imaginarse décadas atrás a una pareja de hombres homosexuales casándose y adoptando “hijos”.

A diferencia de otros seres, históricamente los humanos llegamos al estado de adultez conviviendo con la familia antes de alcanzar la autonomía e independencia; muy diferente a los gatos, dejados a su suerte a partir de la primera semana de nacidos; dicha diferencia, ha representado mucho en la estructuración de la personalidad, permitiéndonos ser más sociables, afectivos y profundos en la conceptualización.

Desde el sedentarismo agrícola, la familia y la comunidad local lo fueron casi todo para los individuos, hasta que la modernidad e industrialización trajeron progresivamente las ideas sustitutivas de estado y mercado; hasta entonces, progenitores y comunitarios, fueron nuestro sistema de salud, educación, fondo de pensiones, banco, y ante los conflictos, sistema de justicia. De niño te enfermabas, la abuela te hacia “el remedio”; cuando empezabas a trabajar, lo hacías en algún negocio de la familia o miembros cercanos de la comunidad; si me iba a casar, mis padres se encargaban; hacer mi casa, eran una empresa de la familia junto a la comunidad: uno me daba la tierra, otro facilitaba los materiales de construcción, la mano de obra… ¡Todo!

Actualmente, la familia, para muchos, ha pasado de imprescindible a prescindible, de relevante a irrelevante; el trabajo, te lo da el estado o el mercado; la seguridad social, se encarga de tu salud; el banco, te financiará la casa o la educación, si antes no lo hace el mismo estado. Lo que nos une a la familia es cada vez menos, haciéndose más efímera nuestra relación con la misma, limitándose su fuente afectiva y arraigo conceptual en principios y valores, reflejado no sólo en las luces de navidad que ya no vemos, sino en el poco interés de compartir en aquellos días antes esperados por horas.

En esta Navidad, no dejemos al siglo quitarnos abrazar, besar y compartir vivencias de antaño con nuestros seres queridos; refrigerar nuestra alma riendo hasta madrugar; ver nuestros viejos con la pasión de una última vez. Modelemos a nuestros hijos la valoración por la familia, vinculándolos a una historia que será mañana parte importante de su identidad y buena autoestima ¡Que nada ni nadie te quite eso!

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