La desigualdad perjudica seriamente la salud



Ser pobre va más allá de las carencias materiales, tiene que ver con sentirse y ser visto como inferior. El autor del ensayo ‘Igualdad’ defiende que una sociedad más justa mejora el bienestar colectivo.

Las penurias de la pobre­za ya no son como antes. La Unión Europea define la pobreza como la condición de vivir con menos del 60% de la renta media nacional (después de impuestos y be­neficios). Según esta defini­ción, el 22% de la población española es pobre. Sin em­bargo, su situación material es mucho mejor que la de hace 50 años: la mayoría de las personas que hacen cola en los bancos de alimentos tienen ahora teléfono móvil y conexión a internet.

En algunos países, po­breza significa vivir en la más horrible miseria, en una choza de una sola habita­ción sin baño; en otros significa vivir en un piso de dos o tres dormitorios, normalmente con calefacción cen­tral, lavadora, nevera y congelador, y la mayoría de los aparatos electrónicos modernos. ¿En qué sentido ambas condiciones pueden ser calificadas de pobreza?

Un amplio estudio en el que se entrevistó a perso­nas pobres de países de ingresos altos y bajos brinda una respuesta a esta pregunta. A pesar de vivir obje­tivamente en condiciones materiales muy diferentes, resultaba que la sensación real de pobreza era extraor­dinariamente parecida. Según los investigadores, los pobres a los que entrevistaron “en todos los casos des­preciaban la pobreza y a menudo se despreciaban a sí mismos por ser pobres”. Experimentaban sentimientos de “vergüenza y autorrechazo” de los que ni siquiera los niños podían escapar, ya que “la escuela es un mo­tor de calificación social, un lugar de humillación para aquellos que carecen de las posesiones que garantizan la aceptación social”. A fin de cuentas, lo más hiriente de la experiencia de la pobreza es la sensación de ser visto como inferior, como un fracasado en lo más bajo de la escala social.

Esto confirma la tesis de Marshall Sahlins, un antro­pólogo estadounidense que dedicó la mayor parte de su vida profesional a estudiar las sociedades cazadoras­-re­colectoras igualitarias. En 1974, Sahlins escribió: “Los pueblos más primitivos del mundo tienen pocas pose­siones, pero no son pobres. La pobreza no es una deter­minada cantidad limitada de bienes, ni solo una relación entre medios y fines; es, sobre todo, una relación entre personas. La pobreza es una condición social. Como tal, es un invento de la civilización. Se ha desarrollado como una distinción odiosa entre clases”.

En referencia al conjunto de sentimientos de cohibi­ción como la turbación, la humillación, la incomodidad y las sensaciones de inadecuación e inferioridad, los psi­cólogos han calificado la vergüenza como “la emoción social primaria”. La investigación ha descubierto que las experiencias de dolor social activan las mismas áreas del cerebro que el dolor físico, y los estudios indican que la preservación del “yo social” es similar a la necesidad de preservar el “yo físico”. El yo social depende de cómo percibimos nuestro valor, estima y estatus sociales a ojos de los demás. Las personas son sensibles a las amenazas a su estima o a su estatus en todas las culturas. Las ame­nazas al yo social son tan fundamentales que desenca­denan una respuesta de estrés biológico coordinada que afecta a numerosos sistemas fisiológicos distintos, como la inmunidad y la salud, del mismo modo que el miedo desencadena respuestas para preservar el yo físico.

Esto es algo que pasamos por alto por nuestra propia cuenta y riesgo. James Gilligan, psiquiatra de prisiones estadounidense que llegó a ser director del Centro para el Estudio de la Violencia de Harvard, decía que nunca había visto un acto grave de violencia que no estuviera provoca­do por la experiencia de sentirse avergonzado y humilla­do. En una ocasión preguntó a un preso particularmente difícil a qué se debía su violencia. “Al orgullo, la dignidad y la autoestima”, respondió él, y añadió que tenía la sen­sación de que los otros presos intentaban arrebatárselos. El hombre afirmó: “Mataría a todos los hijos de puta del pabellón si fuera necesario para obtenerlos… Si no tienes orgullo, no tienes nada. Es lo único que tienes”. Gilligan equipara la sensación de pérdida del orgullo, la dignidad y la autoestima a una especie de muerte social.

Quienes se encuentran por encima del umbral de la pobreza tampoco se libran de estos sentimientos. Se ha demostrado que las mayores desigualdades en cuanto a ingresos y riqueza hacen que todo el mundo, ricos y pobres por igual, se preocupe por el estatus y el dinero; todos tendemos a inquietarnos más por cómo nos ven y nos juzgan. La movilidad social se ralentiza, la vida comunitaria se debilita, se multiplica el consumo de productos que confieren estatus, las desigualdades en materia de salud se amplían, la salud mental se deterio­ra y aumentan casi todos los problemas más comunes en la parte baja de la escala social.

Engatusar, convencer o persuadir a los más desfavorecidos para que adopten un estilo de vida más saludable, al mismo tiempo que se ignoran sus verdaderas dificultades, a menudo no hace sino poner sal en la herida

Intentar engatusar, convencer o persuadir a los más desfavorecidos para que adopten un estilo de vida más saludable, al mismo tiempo que se ignoran sus verda­deras dificultades y su estrés social, a menudo no hace sino poner sal en la herida. Todos sabemos que debe­ríamos hacer más ejercicio, llevar una dieta más sana y dejar de fumar, pero justamente cuando uno está estre­sado y agotado es cuando más le apetece tomarse otra copa o darse un atracón que lo reconforte, y es menos probable que haga ejercicio. Las campañas de fomento de la salud que no tienen en cuenta este hecho suelen ser ineficaces. Pero incluso si se hace todo esto bien, el estrés crónico es en sí mismo un importante factor de riesgo para la salud. Causa daños en los sistemas cardiovascular e inmunitario, entre otros, y sus efectos acumulativos a largo plazo aceleran el envejecimiento y acortan la esperanza de vida.

Para no sentirse avergonzados, los pobres a menudo intentan ocultar su pobreza, como haría cualquiera en sus circunstancias. A veces, esto significa comprar ar­tículos con aspecto lujoso, aun cuando ello suponga no tener bastante para comer. Como consiguen que su po­breza sea menos llamativa, los demás no se dan cuenta de que más de uno de cada cinco habitantes vive en la pobreza. Y cosas como los teléfonos móviles y la cone­xión a internet permiten que la gente tenga la sensación de que puede participar en la vida normal de la sociedad en lugar de sentirse excluida de ella.

Como reconocen muchos grupos ecologistas, si no logramos reducir la desigualdad, estaremos poniendo en peligro las posibilidades que nos quedan de alcanzar la sostenibilidad ambiental. Teniendo en cuenta que de­beríamos reducir las actuales emisiones de dióxido de carbono del mundo de una media mundial de 3,4 tone­ladas por persona a 2,3 toneladas en 2030, las emisiones actuales de los superricos, equivalentes a unas 130 to­neladas de CO² por persona, son inaceptables. Las pro­testas de los chalecos amarillos contra la subida de los impuestos a los carburantes propuesta por el presidente Macron muestran que hay que solucionar las desigual­dades antes de que la población acepte otras medidas medioambientales.

Una reducción importante de la desigualdad no solo mejorará el bienestar de todos, sino también la capa­cidad, la aptitud y la contribución de los numerosos miembros de nuestras sociedades que ahora se sienten excluidos de la participación. Por tanto, dejemos de ima­ginar que aumentando el nivel de vida la pobreza deja­rá de importar y reconozcamos que hay que reducir la desigualdad por el bien de todos.

Richard Wilkinson es profesor emérito de la Universidad de Nottingham. Es coautor, junto Kate Pickett, de Igualdad, publicado en español por Capitán Swing. EL Pais

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