Rosa Hernández
Durante años, muchos funcionarios tomaron decisiones sabiendo que estaban cruzando límites.
Autorizaron campañas de descrédito, promovieron medias verdades como táctica, convirtieron los medios en armas y permitieron que la política dejara de ser un espacio de construcción para convertirse en un campo de demolición. No fue ingenuidad. Lo hicieron porque daba resultados.
Ganaron. Se afianzaron. Ocupaban todos los espacios. Pero en ese proceso, desgastaron lo más valioso: la confianza. La institucionalidad no se quiebra de golpe. Se va descomponiendo por dentro, hasta que incluso sus propios autores quedan atrapados en el deterioro.
Hoy muchos no encuentran cómo sostener su palabra. La duda los rodea, la sospecha los acompaña, y la defensa se ha convertido en rutina. No porque sean necesariamente culpables, sino porque ya no hay credibilidad que los sostenga. La gente no distingue si lo que se dice es cierto o falso. Y lo más brutal: a muchos ya ni les importa.
Ese es el costo real de haber tratado la verdad como un accesorio del poder. Ya no hay estructura que los proteja, porque ellos mismos ayudaron a desmontarla. Ya no hay reglas que los amparen, porque las flexibilizaron hasta romperlas. Y ahora, lo que antes usaban contra otros, se les ha vuelto método y ambiente.
No gobiernan. Contienen daños. Cada día es una explicación, una aclaración, una amenaza… o una demanda. Buscan sostener un nombre que ya no representa autoridad ni respeto. Y mientras tanto, el poder que ejercían se ha convertido en una carga que ya no saben cómo manejar.
Esto no es una persecución ni un castigo injusto.
Es el sistema respondiendo según fue configurado.
Solo que ahora les tocó vivirlo del otro lado.
He aquí tu obra. Habitadla, pues.
RH
