El síndrome de Procusto



Marino Beriguete

Hay gente que no crece: aplasta. Que no quiere subir, sino que nadie suba. Gente que no brilla, pero se siente a salvo si apagan las luces de los otros. No buscan aprender, buscan vigilar. No quieren hacer, quieren corregir. Viven atentos al error ajeno porque el suyo ya lo asumieron como forma de vida.

Están en la política, en las oficinas donde se te pudre el alma entre fotocopiadoras, en la barra de un bar donde se habla como si se gobernara el mundo, y en redes sociales, ese matadero digital donde los Procusto abundan como mosquitos en agosto.

He conocido a unos cuantos. Hombres —sobre todo hombres, aunque no exclusivamente— que de niños prometían mucho, pero que se quedaron esperando que el mundo cumpliera por ellos.

No triunfaron, y en lugar de revisar sus elecciones, declararon culpable al éxito ajeno. No tienen proyectos, tienen rencores. No hacen, deshacen. Uno canta bien y lo acusan de impostar. Otro escribe y le marcan las comas como quien corrige pecados. Un tercero tiene éxito, y ya está: vendido.

Pero lo peor no es lo que dicen. Lo peor es que lo dicen creyendo que hacen un favor al mundo. Jueces sin toga, sin Twitter, pero con un ego del tamaño de su nostalgia.

Recuerdo a uno que me explicó, sin pestañear, que se sentía estafado por no haber recibido el reconocimiento que “le correspondía”. Lo decía como quien espera una herencia y se entera de que el testamento lo ignora. Su drama no era no haber llegado, sino que otros sí lo hicieran.

Otro, más lúcido —que ya no está, pero sigue sonando en mi cabeza como una advertencia— me dijo una tarde en la librería Cuesta: “A esa gente, mejor tenerla de enemiga.

De amigo solo te arrastran al fondo.” Y tenía razón. El síndrome de Procusto no solo te corta si sobresales: también te pudre si te quedas cerca. Te seca, te silencia, te deja rodeado de nadie.

El verdadero peligro del síndrome no es sufrirlo. Es tenerlo y no saberlo. O peor: pensar que es una forma superior de inteligencia. Como si arruinar la fiesta ajena fuera señal de buen gusto. No lo es. Es solo el miedo de los mediocres cuando alguien se atreve a brillar. Porque en el fondo lo saben: no es que tú seas mejor.

Es que ellos no se atrevieron nunca.

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