Los partidos no caen por gobernar mal. Tampoco ganan por hacerlo bien. Caen cuando dejan de emocionar, cuando se desconectan de la gente
Marino Beriguete

No se gana una elección leyendo a Maquiavelo en una cátedra universitaria, ni se pierde por ignorar Memorias de un Cortesano de Joaquín Balaguer. Las victorias y derrotas no se fraguan en los libros, sino en un terreno más ambiguo, resbaladizo, casi invisible: la percepción del pueblo.
Y esa percepción no surge de teorías ni de fórmulas traídas desde un laboratorio académico; se moldea con relatos. Con historias que respiran, que conmueven, que se funden con el pulso emocional de la ciudadanía.
La estrategia —lo he repetido varias veces— no es un gráfico en PowerPoint ni un manual de marketing aprendido. La estrategia verdadera es un arte, una forma de ficción viva. Es intuición, es narración. Se parece más a una novela bien contada que a una ecuación impecable.
Durante años, en silencio, he asesorado a candidatos desde la penumbra. Algunos ingratos, otros brillantes, todos humanos. Observaba más de lo que hablaba, escuchaba más de lo que opinaba. Y cuando finalmente decía algo, pesaba cada palabra como si afilara una daga para el instante preciso.
Aprendí más en los pasillos sombríos de los partidos —entre cafés mal servidos y promesas a media voz— que en cualquier aula universitaria. Porque el poder auténtico no se exhibe: se susurra.
Se negocia a puertas cerradas, entre egos inflamados, temores apenas disimulados, traiciones disfrazadas de fidelidad, y pactos tejidos al borde del abismo.
Mi formación académica comenzó en la Universidad Pedro Henríquez Ureña, en Ciencias Políticas. Pero fue la vida —con su pedagogía brutal, a veces despiadada— la que terminó de educarme. Hoy curso una maestría en Filosofía que desembocará en un doctorado.
Me obsesiona una pregunta: ¿cómo se descubre la política desde el pensamiento filosófico? La teoría me dio las herramientas; pero la calle me enseñó a usarlas.
Pensar políticamente no es recitar a Kant ni citar a Rawls para deslumbrar en un debate televisado. Es saber ver. Percibir el leve temblor en la voz de un líder que aún cree tener el control, cuando en realidad ya ha empezado a perder el relato. Porque todo poder que se desmorona, primero ha sido derrotado en la imaginación colectiva.
Los partidos no caen por gobernar mal. Tampoco ganan por hacerlo bien. Caen cuando dejan de emocionar. Cuando se desconectan del hambre, del miedo, de la esperanza de la gente. Caen cuando ya no saben traducir la complejidad del presente en una historia sencilla, comprensible, vibrante.
Una historia que el pueblo pueda sentir como suya. Eso no se enseña. Se aprende. Como decía Luis Spota: observando de cerca cómo opera el poder. Cómo se gana. Cómo se ejerce. Cómo se pudre.
Con los años, uno deja de creer en las recetas importadas y en los profetas del márketing. La política no se aprende en aulas climatizadas. Se aprende en la intemperie.
En el cuerpo a cuerpo. En la decepción amarga del que traiciona su palabra. Y también —cuando ocurre— en el milagro escaso de aquel que la cumple.
Aclaro todo esto para que el lector sepa desde dónde hablo. Esta serie, que hoy inicio bajo el título Por qué se pierden o se gana el poder, no nace del dogma ni de la teoría pura. Nace de la experiencia. De cuarenta años de recorrer trincheras políticas, redactar discursos, armar campañas y tantear la temperatura de la calle.
Cada lunes habrá una nueva entrega. Comenzamos con el PRM:
Hasta el próximo lunes…