Cuando el Estado falla, debe pagar



Por Rafael Díaz Filpo

La responsabilidad del Estado ante la violación de los derechos fundamentales no es un tema menor ni una figura decorativa dentro del constitucionalismo moderno. Cuando una institución pública afecta la dignidad o los derechos de un ciudadano, debe responder. Esa es la base de una democracia sólida.

La Constitución Dominicana lo deja claro: el Estado responde patrimonialmente por los daños causados por sus funcionarios en el ejercicio de sus funciones. No hay excusas. Esta responsabilidad está prevista en el artículo 148 de la Carta Magna, y su aplicación efectiva es un termómetro de la madurez de nuestras instituciones.

Desde los tribunales constitucionales se ha desarrollado una doctrina firme: la responsabilidad del Estado se activa cuando existe un daño, cuando ese daño es resultado de una actuación ilegal o arbitraria, y cuando el vínculo causal entre la actuación estatal y el perjuicio está probado. Es decir, no basta con que el Estado haya actuado. Debe probarse que su actuación fue contraria a la ley y generó un daño directo a un ciudadano.

Un caso paradigmático es la sentencia TC/0272/17, donde se ordenó una indemnización a favor de una ciudadana cuya propiedad fue expropiada sin cumplimiento de las garantías constitucionales del debido proceso. Este fallo no solo reparó el daño individual, sino que reafirmó el mensaje de que el Estado debe actuar con apego a la legalidad y responder cuando se desvía de ese camino.

Si comparamos este avance con otros modelos constitucionales, encontramos que, en países como España y Colombia, la responsabilidad patrimonial del Estado está consolidada como una figura clave en el fortalecimiento del Estado de Derecho. En España, el artículo 106.2 de la Constitución impone al Estado la obligación de indemnizar a los particulares por cualquier lesión que sufran en sus bienes y derechos, siempre que esta sea consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos. En Colombia, la Corte Constitucional ha establecido en múltiples sentencias que la acción de reparación directa contra el Estado no requiere probar culpa o dolo, sino únicamente el daño y su relación con la actuación estatal.

En nuestro país, aún persisten vacíos institucionales y resistencia en algunas instancias administrativas al cumplimiento de las sentencias que reconocen la responsabilidad estatal. Casos de desacato, inejecución de fallos e indiferencia ante reclamos de indemnización revelan una cultura jurídica que todavía no ha internalizado del todo la supremacía de la Constitución ni el carácter vinculante de las decisiones de los tribunales constitucionales.

Este problema no es solo jurídico, es estructural y cultural. Mientras el ciudadano perciba que demandar al Estado es una batalla perdida, la confianza en el sistema democrático se erosiona. Por ello, urge fortalecer los mecanismos de ejecución de las sentencias, establecer sanciones reales para los funcionarios que desacatan y crear fondos especiales que permitan cumplir con las indemnizaciones sin afectar la operatividad de los servicios públicos.

No se trata de debilitar al Estado, sino de fortalecerlo en su esencia ética. Un Estado que no asume sus errores genera impunidad institucional. Por el contrario, un Estado que repara los daños que ocasiona se legitima frente a la ciudadanía y envía un mensaje claro: nadie, ni siquiera el poder público, está por encima de la Constitución.

Un aspecto importante que merece atención es la falta de educación jurídica ciudadana. Muchos dominicanos desconocen que la Constitución les otorga la posibilidad de reclamar indemnización por los daños causados por el Estado. Esto abre una línea de acción: el fortalecimiento de la educación cívica, la difusión masiva de información y la incorporación de esta materia en programas académicos y de formación ciudadana.

De igual modo, debemos cuestionarnos: ¿por qué se insiste en ver la responsabilidad patrimonial como una amenaza y no como un derecho? En realidad, se trata de una herramienta indispensable para humanizar el poder, para poner límites al autoritarismo y para recordar que los derechos fundamentales no son concesiones del Estado, sino garantías inherentes a la persona.

Esta situación pone sobre la mesa un dilema ético y jurídico: ¿puede un Estado hablar de democracia si se niega a resarcir a los ciudadanos cuyas libertades ha vulnerado? La respuesta está en la propia esencia del constitucionalismo moderno: la dignidad humana como núcleo del sistema jurídico. El artículo 38 de la Constitución dominicana lo afirma sin ambigüedades: “La dignidad del ser humano es inviolable y constituye el fundamento del ordenamiento jurídico y de la actuación de los poderes públicos.”

Por tanto, reparar el daño no es solo una obligación legal, es un deber moral de un Estado que se proclama democrático. No se trata de convertir al Estado en un ente temeroso de actuar, sino en una institución más justa, más humana y más responsable. La responsabilidad patrimonial no es un obstáculo para la administración pública. Es un correctivo. Un mecanismo que protege a los ciudadanos frente al uso abusivo o negligente del poder.

Desde hace años, en conferencias, escritos y sentencias, he sostenido que el precedente constitucional, bien aplicado, constituye la vía más efectiva para proteger los derechos fundamentales. Y dentro de ese sistema de precedentes, la responsabilidad patrimonial debe ser asumida como una vía legítima de reparación, sin demoras, sin subterfugios, sin tecnicismos dilatorios.

El tema está ampliamente desarrollado en mi libro Constitución Política | Política Constitucional, en el que dedico un análisis específico a las garantías y presupuestos de esta figura. Invito a todos los operadores jurídicos, estudiantes y lectores interesados en fortalecer nuestra institucionalidad a consultarlo. Porque en una democracia verdadera, el Estado no puede quedar impune cuando falla. Debe asumir su culpa, pedir perdón y reparar el daño. Así es como se honra la Constitución. Así es como se fortalece la República.

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