Por Doctor Ramón Ceballo
La próxima Cumbre de las Américas, a celebrarse en República Dominicana, se desarrollará en un escenario muy distinto al de sus primeras ediciones.
La promesa de diálogo hemisférico y cooperación que dió origen a este foro ha sido reemplazada por una atmósfera de tensión política, presión económica y fractura diplomática, donde Estados Unidos, una vez más, parece imponer su guion.
Con el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca, América Latina enfrenta una nueva oleada de políticas proteccionistas y arancelarias que golpearán a las economías más vulnerables de la región.
Las tarifas impuestas a productos agrícolas, manufacturados y energéticos afectarán directamente a países que dependen del comercio con el norte. Estos aranceles no solo encarecerán los intercambios, sino que refuerzan la vieja lógica de poder según la cual Washington dicta las reglas y el resto debe adaptarse.
A esto se suman los impuestos a las remesas enviadas por millones de migrantes latinoamericanos, un golpe silencioso pero profundo a las economías familiares que dependen de ese flujo vital de ingresos.
La migración será uno de los temas más controversiales del encuentro, especialmente cuando la política estadounidense, marcada por deportaciones masivas, criminalización y muros fronterizos, contradice el discurso de cooperación y solidaridad humanitaria que se pregona.
En este contexto, la Cumbre de Punta Cana corre el riesgo de convertirse en un escenario de exclusión más que de unidad. Varios países ya han anunciado su posible ausencia en protesta por las prácticas selectivas y la falta de respeto a la soberanía de los Estados.
La exclusión de gobiernos por razones ideológicas o políticas contradice la esencia misma del encuentro. Si la Cumbre de las Américas es solo para quienes piensan como Washington, deja de ser hemisférica para transformarse en un club diplomático de obediencia.
Mientras tanto, en el Caribe se agudizan las tensiones, debido a la creciente presencia militar de Estados Unidos bajo el pretexto de garantizar la seguridad regional ha generado inquietud entre las islas, que ven cómo la cooperación se confunde con el control.
En Haití, la crisis humanitaria sigue siendo una herida abierta, la violencia, el colapso institucional y la intervención internacional dirigida de facto por Washington reflejan una política que administra la tragedia, sin enfrentar sus causas estructurales.
La República Dominicana, anfitriona de la Cumbre, se encuentra en una posición delicada. Por un lado, intenta proyectarse ante el mundo como un país de diálogo, estabilidad y apertura diplomática; por otro, enfrenta una creciente tensión en la frontera con Haití que pone a prueba su política exterior y su compromiso con la cooperación regional.
Ese equilibrio entre la imagen internacional y los desafíos internos define el momento político que vive el país.
Del mismo modo, las asimetrías comerciales siguen ampliándose: mientras Washington exige apertura de mercados, mantiene aranceles y subsidios agrícolas que perjudican la competitividad latinoamericana, reproduciendo una relación desigual disfrazada de libre comercio.
El discurso oficial sobre “valores democráticos” y “solidaridad continental” se desvanece cuando se contrasta con la flota naval en el Caribe, los impuestos a las remesas y las sanciones económicas unilaterales contra países de la región.
América Latina continúa siendo vista como un patio trasero, proveedora de materias primas y mano de obra barata, pero sin voz ni voto real en las decisiones estratégicas.
La Cumbre de Republica Dominican podría haber sido la oportunidad para redefinir las relaciones hemisféricas sobre nuevas bases de equidad, respeto mutuo y cooperación efectiva.
Sin embargo, todo indica que será otro ejercicio diplomático sin compromisos reales, donde los discursos se impongan sobre las acciones y las fotos oficiales sustituyan el diálogo verdadero. Entre declaraciones solemnes y promesas de integración, se perpetuarán las mismas asimetrías que han marcado la historia del continente.
América Latina necesita una agenda propia, construida desde la cooperación sur-sur, la integración económica regional y la defensa de su soberanía política y comercial. Es urgente revisar los mecanismos de intercambio, reducir la dependencia de un solo mercado y fortalecer los vínculos interamericanos que garanticen desarrollo con justicia social.
La verdadera Cumbre pendiente no es la que se celebra bajo la sombra de Washington, sino aquella que reúna a los pueblos latinoamericanos en torno a su propio destino, sin tutelas ni condiciones. Solo cuando el continente hable con voz propia podrá romper el ciclo de dependencia y subordinación que lo ha limitado durante décadas.
Porque mientras Estados Unidos convoque las cumbres, América Latina seguirá siendo invitada, pero nunca escuchada.
