Psicología de la defecación



Lic. Hanoi Vargas

Visitaba Heidi por primera vez la casa de su novio cuando repentinamente sintió un cólico que le condujo al baño a resolver de breve sentada; se complicó cuando después de terminar, se dio cuenta, al bajar la palanca, que no había agua en el inodoro. Todo habría sido tan sencillo como preguntar, solicitar agua o dejarlo ahí; pero prefirió lo insospechado: ¡diluir las heces en el lavamanos! Si le pareció extravagante, sepa que también es verídico.
¿Por qué en baños públicos muchos levantan los pies escondiéndolos, y cambian el tono de voz cuando le tocan la puerta, respondiendo, casi siempre: “hay gente”? Como si temieran que alguien fuera a decir: ¡por sus zapatos los conoceréis! O ¿por qué otras, al salir de viaje a lugares desconocidos, en “casa ajena”, evitan sentarse a defecar hasta no retornar a sus casas, manteniendo altos niveles de toxina en su organismo hasta por varios días?
Los porqués están adheridos a componentes psicológicos bajo la complejidad del ser y la cultura a la que pertenece. Encuestando personas mientras estudiaba en la universidad, me di cuenta que muchas al “dar del cuerpo” tenían hábitos raros y formas rituales dentro de ese espacio llamado también retrete o “cuarto de confort”.
Conocimos quienes se posicionaban “quechando”, lo cual aunque resulta la postura antigua y adecuada debido a la facilidad con las que se desplazan los desechos por los intestinos, era una continuidad rural entre los llegados del campo a la capital; otros aprovechaban para lavar su ropa interior, leer, tararear, abrir las duchas (para desviar atención), y lo más repetido: apagar las luces, no solo para favorecer la concentración, sino reducir la conciencia de presencialidad, como si se evitara una percepción ambiental generadora del pensamiento: “¡ese eres tú, cagón!”.
¿Cuándo ocurrió que la vergüenza se apoderó de nosotros para llevarnos a modificar una conducta ancestral para la que éramos tan desinhibidos, incluido su derivado “el peo”? ya que una persona podría durar “horas muertas” en un baño público si la defecación es sonora. Malestar provocado por un aprendizaje estigmatizado, en algo tan natural como cualquier otra necesidad, independientemente del hedor, que por ser común, tampoco debería ser motivo de complejo.
En algunas pinturas de la edad media, vemos a personas en letrinas comunes despatilladas, conversando, conectadas a sus ancestros los cazadores-recolectores, participando de una expresión fisiológica común a todos, como bostezar, eructar, sudar, orinar… Fue en el progreso de la modernidad e industrialización, junto a la progresiva resistencia de aceptarnos tal cual, que fuimos llevados a ser controlados, en detrimento de nuestra salud, por sentimientos de vergüenza que reniegan nuestra naturaleza misma, cambiándonos en dimensiones insospechadas, como sería en la ingeniería y arquitectura, donde se ubican baños evitando salidas frontales o se desvían los ruidos para que no se oiga y sepa que estábamos “aplatao”.
No adversamos ser civilizados, ni el pudor, sino quedar atrapados en los complejos absurdos del “narí pará”, que pretende un sistema digestivo más como repostería para expendio de bizcochos que para la expulsión de los desechos; de donde podrían venir nobles gases, flatulencias que salen por donde la espalda pierde su nombre cargadas de sulfuro de hidrógeno, que en cantidad moderada previenen daños mitocondrial, riesgos de cáncer y ataques del corazón, como lo presentaron científicos de la Universidad de Exeter. Conviene asumirnos en realidad colectiva y no en la individualidad acomplejada, siguiendo la simpleza del rural que entrando al cuarto de confort nos recuerda que “por más guapo que usted sea…”.

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