Por Rafael Díaz Filpo
En un Estado democrático, las sentencias emitidas por un tribunal tienen carácter obligatorio, y el Estado está obligado a cumplirlas.
En cualquier democracia, el cumplimiento de las sentencias de carácter constitucional es esencial para garantizar el Estado de derecho.
En la República Dominicana, sin embargo, este principio se ha visto seriamente comprometido por el creciente número de violaciones y desacatos cometidos por instituciones del propio Estado.
Desde su creación, el Tribunal Constitucional —del cual fui juez primer sustituto bajo la presidencia de Milton Ray Guevara— ha emitido decisiones destinadas a garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Sin embargo, cuando estos fallos son ignorados o deliberadamente incumplidos, no solo se vulneran derechos individuales, sino que también se erosiona gravemente la autoridad del órgano encargado de preservar la supremacía de la Constitución.
Informes recientes señalan que más de 50 entidades públicas dominicanas han desobedecido un total de 81 sentencias del TC. La Policía Nacional encabeza la lista con 22 fallos sin ejecutar, muchos de ellos relacionados con la reposición de agentes injustamente cancelados.
Le siguen instituciones como el Ministerio de Interior y Policía, las Fuerzas Armadas, los ayuntamientos y otras dependencias gubernamentales, todas responsables de un patrón persistente de desobediencia institucional.
El impacto de este desacato va más allá del ámbito jurídico. Las consecuencias económicas son considerables: millones de pesos en fondos públicos han sido destinados al pago de astreintes y sentencias condenatorias, recursos que pudieron emplearse en salud, educación o infraestructura.
Esta inercia, además de debilitar al Tribunal Constitucional, compromete la responsabilidad financiera del Estado.
Frente a este panorama, cabe preguntarse: ¿es esto normal en un sistema democrático? La respuesta es evidente al observar lo que ocurre en países como Costa Rica y Panamá. Recientemente participé como conferencista en Costa Rica y, en el caso de Panamá, el propio presidente de la Corte Suprema de Justicia ha destacado el respeto institucional que existe hacia las sentencias de ese órgano.
En ambos países, y en otros de la región, el cumplimiento de los fallos judiciales es un asunto de honor, no de conveniencia política o burocrática.
El contraste es elocuente. En Costa Rica, la Sala Constitucional goza de altísima autoridad y sus decisiones se acatan con celeridad, bajo pena de responsabilidad personal de los funcionarios. En Panamá, el respeto a los fallos judiciales es parte de la disciplina del aparato estatal, lo que refuerza la percepción de independencia y fortaleza del orden constitucional.
En la República Dominicana, aún falta recorrer ese camino.
Superar esta situación requiere voluntad política, pero también una transformación cultural dentro de la administración pública. El respeto a las sentencias del TC debe asumirse como un deber irrenunciable, una muestra de compromiso con la institucionalidad y la dignidad de los ciudadanos.
La desobediencia a la justicia constitucional no puede seguir siendo tolerada como una práctica habitual del poder. Solo con un cumplimiento real y efectivo, la Constitución dejará de ser una promesa abstracta para convertirse en una garantía viva de los derechos del pueblo dominicano.