Nieves, Faride, De Camps y el deber de no perder la cara



Marino Beriguete

El sábado por la tarde, mientras media ciudad hacía ruido, Ricardo Nieves se sentó frente a su cámara, con su taza y su verbo, y dijo una frase que desarmaría a cualquiera con un mínimo de humanidad en el pecho: “Jamás estaré a favor de que, a alguien, ni siquiera alguien que me haya infamado, herido o calumniado, le ocurra lo peor”. No gritó. No dramatizó. Simplemente lo dijo. Como quien no tiene que alzar la voz para que se escuche el peso de lo que dice.

Ahí está el punto. En medio de un país donde muchos creen que la justicia es un ring y la política un paredón, Nieves se planta con algo que suena casi subversivo: compasión. No una compasión complaciente, sino esa que brota cuando uno entiende que un Estado no se mide por a quién castiga más fuerte, sino por cómo trata incluso al que se equivocó. Especialmente cuando ese equivocado es un hombre de 70 años, enfermo, atrapado en un sistema que parece más interesado en el espectáculo del escarmiento que en la lógica de la proporcionalidad.

Ángel Martínez no es un santo. No hay que decirlo con solemnidad. Es un tipo que ha dicho barbaridades, muchas veces sin pruebas, con tono de inquisidor de YouTube. Pero ese no es el punto. Nadie está pidiendo que se le premie. Lo que está en discusión es si el Estado —ese que debería darnos garantías incluso cuando no estamos de acuerdo con alguien— puede permitirse este grado de saña.

Y aquí el silencio hace más ruido que las palabras. Faride, De Camps, Milagros Germán. Todos han sido blanco del estilo canalla de Martínez. Pero ahora que el hombre está solo, deteriorado, encerrado, el silencio de ellas empieza a parecer menos prudencia y más cálculo. Como si no quisieran que nadie les recuerde que, en política, también se mide quién sabe ganar o perder con clase.

Nieves habló del perdón. No como una excusa, sino como una forma de no convertirse en aquello que se combate. Porque el problema no es que se juzgue a Martínez. El problema es que se le quiera destruir. Y cuando el Estado se dedica a triturar a alguien —aunque lo merezca— termina perdiendo autoridad moral. Porque no es lo mismo aplicar justicia que pasarle por encima a alguien solo porque se puede.

La justicia no se reivindica castigando al bocón más impopular del barrio mientras los corruptos de saco y corbata siguen cenando en Casa de Campo. No se construye legitimidad en base al linchamiento de los débiles. Y no se corrige el desorden con más desorden.

Lo que dijo Nieves ese sábado no fue una defensa. Fue una advertencia: si seguimos confundiendo justicia con venganza, tarde o temprano todos vamos a estar del otro lado. Y entonces, ¿quién nos va a perdonar a nosotros?

La compasión no es debilidad. Es una forma de no perder la cara frente al espejo.

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