Marino Beriguete
Si algo me incomoda, si algo me resulta verdaderamente insoportable cada vez que se inaugura la Feria del Libro en Santo Domingo, es la mezquindad con que este país ha tratado a Joaquín Balaguer.
Han pasado más de veintitrés años desde su muerte y todavía ningún gobierno ha tenido el coraje, o la decencia, de dedicarle una feria al hombre que no solo la concibió, sino que levantó, casi con obsesiva terquedad, todas esas instituciones culturales que hoy sirven de vitrina a los mismos gobernantes que lo niegan.
Es como si quisieran enterrarlo una y otra vez. Primero lo confinaron en vida, aislándolo en el silencio del poder; después, muerto, lo redujeron a una caricatura, lo convirtieron en un espectro incómodo al que se invoca de manera furtiva, con medias palabras, como quien nombra un tabú.
Y, sin embargo, sin Balaguer no existirían el Teatro Nacional, ni la Plaza de la Cultura, ni los museos, ni la modernización de la Zona Colonial, ni siquiera la Biblioteca Nacional. La lista es larga y cada vez que la repaso siento esa mezcla de vergüenza y desdén que provoca la hipocresía.
Recuerdo la primera vez que entré al Teatro Nacional. Era un muchacho, y lo que más me impresionó no fue la solemnidad del escenario ni la magnitud de aquel edificio, sino la idea de que alguien, en este país, había soñado semejante cosa.
Ese alguien fue Balaguer. El mismo que, ya ciego, seguía moviendo con astucia las piezas del ajedrez político, pero también seguía escribiendo, con una devoción que pocos comprendieron, páginas hoy relegadas al rincón polvoriento de las bibliotecas, mientras año tras año se celebra una feria que se dice del libro, pero que no se atreve a reconocer al escritor que fundó el terreno cultural sobre el que se levanta.
La paradoja indigna. He escuchado a ministros de cultura recitar discursos solemnes sobre “identidad nacional” y “patrimonio”, mientras evitan, como si se tratara de una herejía, pronunciar el nombre de Balaguer.
Como si rendirle homenaje significara traicionar la democracia. ¿Pero no es acaso la cultura ese espacio donde la contradicción encuentra refugio, donde lo incómodo debe discutirse, donde la memoria se acepta con sus luces y sus sombras, sin mutilaciones?
Los políticos, sin embargo, son expertos en mutilar. Van a la Feria del Libro para dejarse retratar, para cosechar prestigio barato entre las letras, pero olvidan que muchos de ellos fueron visitantes asiduos de la casa de Balaguer.
Iban a mendigar su favor, a buscar esa palabra suya que podía decidir carreras enteras. Se inclinaban con la humildad de los suplicantes y hoy fingen no haberlo conocido. Jamás han tenido la honestidad de admitir que ese país cultural que usufructúan, que exhiben como trofeo, fue en gran parte obra de aquel hombre al que ahora pretenden borrar.
Me resisto a esa injusticia. La historia, con todas sus trampas, suele tener memoria. Y tarde o temprano pasará factura a quienes negaron a Balaguer el homenaje más elemental: una Feria del Libro que lleve su nombre.
No porque fuese santo, ni porque su legado esté libre de sombras, sino porque la gratitud cultural no se mide por simpatías políticas, sino por hechos.
Algún día se celebrará la Feria del Libro Joaquín Balaguer. Ese día el país dejará de esconderse detrás de sus miedos y aceptará, al fin, que su cultura moderna —con teatros, museos, bibliotecas y plazas— nació de la voluntad de un hombre que, a pesar de todo, sigue siendo imposible de borrar.

 
			 
				                 
				                