Los “Hood Robin” de la corrupción




Isidro Toro Pampols

“La moral es una cualidad matemática: es la exactitud
aplicada a la valoración ética de las acciones”.
José Ortega y Gasset (1883-1955)

En torno al tema de la corrupción en la Administración Pública se teje toda una telaraña jurídica con el fin de combatir tan terrible mal pero, en ocasiones, bajo el amparo de sofisticadas leyes se realizan actos “lícitos” cuestionables desde el ángulo de la ética, pero nunca penalmente perseguibles.

La corrupción consiste en aceptar promesas o recibir regalos para inhibirse de cumplir un deber atinente a la función pública, de allí que la palabra corromper se refiere a la ruptura concertada de la norma legal entre quien pide su ruptura, el corruptor y quien la rompe, el corrupto. ¿Pero qué ocurre cuando la ley permite un acto deshonesto? Pues judicialmente nada.

Se ha trabajado tanto a nivel continental como en cada país para combatir la corrupción en la esfera pública. El 29 de marzo de 1996, en Caracas, Venezuela, los países miembros de la Organización de Estados Americanos (OEA) adoptaron la Convención Interamericana contra la Corrupción, la cual entró en vigor el 6 de marzo de 1997. La región se erigía como pionera en promulgar un instrumento jurídico que, además de reconocer la tragedia del flagelo, instituía mecanismos para la lidiar con el azote. En la Republica Dominicana el 24 de julio de 1997 se crea, mediante el Decreto 322-97, el Departamento de Prevención de la Corrupción Administrativa como responsable del diseño, ejecución y manejo del Programa Nacional de la Lucha Contra la Corrupción Administrativa de la República Dominicana. Se avanzaba en consonancia con la Convención de Caracas.

En dicho Tratado se reconoce que la corrupción no solamente se combate con medidas represivas, convocando a establecer mecanismos de seguimiento, evaluación y control en el aparato administrativo gubernamental con el fin de modernizarlo y crear los espacios para la prevención eficaz del mal. En termino general, los países latinoamericanos han sancionado leyes que incorporan dispositivos de transparencia en el marco de la doctrina instituida en el precitado Acuerdo.

Uno de los puntos nodales de la Convención es la necesidad de construir espacios de compromiso no solamente de parte de los actores políticos, sino de la sociedad en general, particularmente empresarios y sociedad civil. Sin esa participación difícilmente el acuerdo internacional sería viable, como lo demuestra los altibajos en la historia reciente en nuestro hemisferio occidental. Veamos algunos datos.

El Índice de la Percepción Global de la Corrupción de Transparencia Internacional publicado en enero del 2022, indica que los niveles de corrupción se encuentran estancados a nivel mundial, con escaso o ningún progreso en el 86 % de los países evaluados en los últimos diez años. Un dato de interés es la relación existente entre democracia y transparencia. A la cabeza se sitúan Dinamarca, Finlandia y Nueva Zelanda. Estos tres países también se encuentran entre los diez mejor puntuados en cuanto a libertades civiles según el informe Democracy Index. Somalia, Siria y Sudán del Sur obtienen de nuevo las puntuaciones más bajas. Siria es también el último país en materia de libertades civiles (Somalia y Sudán del Sur no están calificados).

Retornando a nuestro litoral latinoamericano, Uruguay es el país mejor posicionado en el puesto 18, seguido por Chile (27) y Costa Rica (39). Entre los peores se encuentran Venezuela (177), Nicaragua (164) y Honduras (157). La República Dominicana se sitúa en el lugar 128, igual que Paraguay (128) o sobre Guatemala (150), pero muy lejos de las primeras 50 posiciones.

En la Convención de Caracas se proclamó que “la corrupción socava la legitimidad de las instituciones públicas, atenta contra la sociedad, el orden moral y la justicia, así como contra el desarrollo integral de los pueblos”. Vista la historia reciente, esa afirmación pone de bulto la inmensa hipocresía que cunde en muchos de nuestros países, corrupción que practican no solamente algunos de los mandos políticos (ciertamente no son todos), también un número de empresarios, directivos de organizaciones de la sociedad civil, militares, representantes de clero, entre otros.

Joseph Ferdinand Keppler (1838-1894) fue un dibujante y caricaturista estadounidense nacido en Austria, quien influyó grandemente en la parodia satírica en los EE UU y con su arte denunció la corrupción, particularmente en la poderosa Cámara del Senado del Congreso Nacional donde se mercadeaban jugosos negocios representados por fideicomisos y monopolios financieros que engordaron mediante la corrupción. En nuestros países existen muchos adalides que combaten el flagelo, unos son comunicadores sociales, otros desde organizaciones de la sociedad civil, muchos a lo interno de los partidos políticos, conscientes que “la corrupción es un impuesto a los pobres” ya que “roba a los necesitados para enriquecer a los millonarios”, tal como acuño John Ashcroft, Secretario de Justicia de los EE UU, en el marco de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, realizada en Mérida, México, en diciembre del 2003.

Hoy vemos con estupor como en América Latina crece una suerte de personaje que llaman “Hood Robin”, contrario al símbolo del héroe ingles quien, explicado con Ashcroft, “roba a los necesitados para enriquecer a los millonarios”. Estos politicastros establecen un entramado jurídico al servicio de poderosos creando el correspondiente escenario legal útil para despojar a la sociedad y encima tienen el cinismo de pretender que se lo agradezcan o le confieran honores.

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