El clientelismo como expresión de feudalismo político




Isidro Toro Pampols

En tiempos de campaña electoral es común escuchar denuncias sobre «clientelismo» y en Hispanoamérica el fenómeno invade todas las áreas de la sociedad porque se practica recurrentemente por igual en los negocios, la agricultura, la política y, por supuesto, desde el gobierno.

En nuestros países el poder, la riqueza, la propiedad, se encuentra concentrada en un porcentaje reducido de la población mientras otra, muy numerosa, es necesitada y excedentaria como fuerza de trabajo en el mercado laboral de corte capitalista.

El clientelismo se ha identificado con la actividad política y por ello el Diccionario de la lengua española (DRAE) lo define como la «práctica política de obtención y mantenimiento del poder asegurándose fidelidades a cambio de favores y servicios».

Una de las acepciones de la palabra «cliente» es «persona que está bajo la protección o tutela de otra» ya que el vocablo viene de la Antigua Roma donde existían los patrones (patronus), quienes poseían las riquezas y los clientes (cliens) o personas libres que los primeros protegían y ayudaban con tierra o ganado a cambio de obediencia y sumisión.

En la Roma republicana (siglo V a.C.) estos clientes garantizaban votos en los distintos torneos electorales propios de ese tiempo.

Esta relación se proyectó durante el feudalismo en las relaciones económicas entre el señor feudal y el vasallo.

Ya en tiempos de las revoluciones inglesa (siglo XVII), de los Estados Unidos y Francia (siglo XVIII), en que la democracia comienza a evolucionar gracias al sistema del voto, el clientelismo se hace presente con fuerza cuando a los notables les estaba reservada por derecho, o de hecho, una relación privilegiada con el poder político que utilizaban en provecho personal o grupal.

El clientelismo tiene características que lo distinguen. Primero, es una relación de fidelidad mediante la cual grupos de personas de alguna manera identificados entre sí, se transforman en políticamente cautivos por las obras o los favores que les otorgan u ofrecen un dirigente, partido o funcionario de gobierno.

Segundo, es esencialmente una relación diádica, o sea, entre «dos seres o cosas estrecha y especialmente vinculados entre sí» (DRAE), aunque entre el «patrono» y el «cliente», a pesar de su interdependencia, el trato no es simétrico por la dotación de los primeros en cuanto a capital social, económico, simbólico, diferencia de roles, estatus, acceso al poder, entre otros ítems diferenciadores.

Tercero, entre el protector y los protegidos usualmente hay un gestor, un «buscón» que facilita los encuentros y se aprovecha de la situación, llegando a obtener puestos en la estructura del Estado, como vocal, regidor, director municipal, alcalde y hasta otras posiciones.

Estos son sumados a un partido político en una elección determinada, pero no es de extrañar que practiquen el transfuguismo de acuerdo con sus perspectivas ya que, en la mayoría de estos individuos, no hay ideología y prevalece el axioma «cuánto hay de dinero o poder para apoyar esto».

Recordemos que en nuestro medio la principal moneda del clientelismo es la influencia en la Administración Pública para comerciar, cambiar o pagar los apoyos como y cuando sean necesarios.

Esta relación transitoria es la que llamamos feudalismo político temporal, porque la fidelidad es corta y limitada.

En República Dominicana observamos una práctica de deserción que la oposición denuncia como clientelismo, mientras el Gobierno la tacha de ganancia de conocimiento sobre la base del mágico discurso oficial.

Sobre la base de lo expuesto muchos partidos hispanoamericanos se han desdibujado transformándose en «agencias de ambiciones» donde se practica un feudalismo político temporal con ribetes trágicos, ya que están liquidando el sistema de partidos que es la columna vertebral de la democracia moderna.

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